Por: Michelle Campoy
En toda lucha por obtener poder debe existir un ganador; es el eterno juego del gato y el ratón. Sin embargo, a medida que la sociedad “avanza”, las técnicas de sometimiento se transforman y la manipulación social se perfecciona. Pero hay cercos que no alcanzan a contener a las ovejas negras del rebaño.
¿Y el pastor? ¿Qué función cumple el soberano al que se le ha entregado nuestra libertad civil, supuestamente para guiarla según los intereses del pueblo? ¿Acaso el lobo, como en aquellos cuentos infantiles, se ha vuelto a disfrazar de autoridad moral para saciar sus ambiciones?
Culiacán lleva 14 días sumido en un festival de horror y pánico, producto de una guerra entre cárteles de drogas. Nada nuevo, para ser honestos. Pero hay una variable en esta tragicomedia que destaca: alguien, indiscutiblemente, va ganando, y no son las facciones criminales en disputa. Entonces, ¿quién se beneficia realmente cuando un estado se mantiene en guerra? ¿Quién es el verdadero beneficiario de la intranquilidad del estado? Una pregunta al aire que todavía no tiene respuesta.
Si echamos mano del acervo intelectual que nos heredó Thomas Hobbes, podemos hablar del “hombre como lobo del hombre” (homo homini lupus), una frase acuñada por Hobbes en su obra El Leviatán (1651), que define al hombre en su estado natural de violencia. Pero para ser responsables con lo que señalamos, hay que tener en cuenta un aspecto importante que condiciona el actuar de cualquier hombre o mujer en la sociedad: la naturalidad con la que uno es un lobo (un peligro) para sí mismo y para los demás depende de si en su Estado (la casa del soberano) no hay un poder común que le proteja o una norma (ley) que determine cómo actuar.
En la filosofía política, Hobbes se distingue por proponer “mano dura” en el manejo de los ciudadanos de un Estado y su condición natural de poder: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación” (Leviatán, pág. 102).
Hobbes describe esta naturaleza violenta del hombre no solo como una observación pesimista, sino como una advertencia. Sin un poder común que controle y regule los impulsos innatos de violencia, el ser humano, movido por la competencia, la desconfianza y el deseo de gloria, inevitablemente se autodestruiría. Es esta “mano dura” del soberano la que debe edificar muros, tanto físicos como normativos, para contener la violencia natural del hombre. Sin dichos muros, el individuo se convierte en un peligro para sí mismo y para los demás, y la sociedad cae en una guerra perpetua.
El narcotráfico, particularmente en contextos como el de Culiacán, pone en evidencia la fragilidad de estos muros. La guerra entre cárteles no es solo una lucha por territorios o economías ilegales, sino una manifestación brutal de esta competencia y desconfianza hobbesiana. Los cárteles se mueven, como los hombres en el estado de naturaleza, por la búsqueda de beneficio (control del mercado de drogas), por la seguridad (protección de sus facciones) y por la gloria (prestigio y reputación dentro y fuera del crimen organizado).
Sin un Estado lo suficientemente fuerte para imponer su autoridad, lo que observamos es la proliferación de pequeños “soberanos” —los líderes de los cárteles— que buscan reemplazar al poder legítimo, construyendo sus propios muros de violencia y control social. La ley del más fuerte se impone, y el caos devora cualquier intento de paz.
Hobbes nos recuerda que la paz y la seguridad no son el estado natural del hombre, sino logros frágiles que deben ser cuidadosamente construidos y mantenidos. El narcotráfico es un claro ejemplo de lo que ocurre cuando estos logros se desmoronan: una guerra constante donde no solo el Estado, sino también la sociedad, queda atrapada en un ciclo de violencia que beneficia a aquellos que manejan los hilos invisibles, mientras que los ciudadanos y los combatientes son meros peones en un tablero mucho más complejo.
El Estado debe recuperar su poder, y para ello es necesaria la clausura de estos “pequeños rebaños soberanos“. No basta con cerrar el cerco; hay que hacerlo más grande y más fuerte, sin permitir pequeñas sucursales de poder.
Seguir tratando al narcotráfico como un efecto secundario de la desigualdad social ya es demasiado ingenuo. El crimen organizado ha encontrado una manera infalible de plagiar al Estado soberano: ha hecho de sus usos y costumbres un estilo de vida, ha construido tribus con líderes que mueven masas. Aun dentro del marco de la ilegalidad en el que habitan, han creado su propio poder común que los protege y normas que determinan su actuar. Pero el Estado, a pesar de su fuga de poder, supera en estructura a cualquier organización criminal.
Esto apenas es el comienzo…