Por Redacción / Mesa Reservada
Culiacán, Sinaloa, 7 de abril de 2025
El silencio de la madrugada fue interrumpido por ráfagas de fuego en la colonia Colinas de San Miguel. Un comando armado irrumpió en el centro de rehabilitación “Shaddai” y abrió fuego contra quienes ahí buscaban una salida del infierno. El saldo: al menos ocho personas asesinadas y cinco más gravemente heridas. De nueva cuenta, un centro de atención a personas con adicciones se convierte en blanco de una guerra no declarada, pero plenamente activa.
¿Qué ocurrió en la clínica de rehabilitación de Culiacán?
Los atacantes forzaron su entrada al inmueble —una casa de dos pisos habilitada como clínica— y, sin mediar palabra, comenzaron a disparar. Según los primeros reportes, los agresores derribaron dos portones eléctricos y dispararon desde distintos puntos del edificio, dejando regados decenas de casquillos de arma larga y corta.
Cinco personas sobrevivieron al ataque, entre ellas una joven de 21 años. Los lesionados fueron trasladados de emergencia a distintos hospitales, mientras los cuerpos de las víctimas fueron levantados por personal del Servicio Médico Forense.
Este no es un hecho aislado. El asesinato múltiple en Colinas de San Miguel se suma a una serie de ataques sistemáticos que, en los últimos meses, han cobrado vidas dentro de centros de rehabilitación en Mazatlán, Sinaloa de Leyva, Los Huizaches y otras colonias de Culiacán. El patrón se repite: comandos armados ingresan con violencia a espacios donde personas en proceso de desintoxicación se convierten en blanco de ejecuciones selectivas.
Centros de rehabilitación: entre la estigmatización y el abandono institucional
Aunque las autoridades suelen reducir estos ataques a “ajustes de cuentas” entre miembros de grupos criminales, la realidad es más compleja y alarmante. Estos espacios, que deberían ser lugares de cuidado y contención, operan en condiciones precarias, muchas veces sin regulación, sin protocolos de seguridad, y en contextos donde los pacientes son constantemente vulnerados por la violencia estructural del narcoestado.
Los centros de rehabilitación han sido utilizados, infiltrados, o amenazados por distintos grupos del crimen organizado. Algunas organizaciones criminales los usan como puntos de vigilancia, otros como sitios de reclutamiento o represalia. Lo que se presenta como una guerra de “limpieza” en la narrativa oficial, es en realidad una lucha por el control territorial y simbólico del cuerpo de los jóvenes pobres: aquellos que se consumen en la droga, y luego son consumidos por el sistema.
Una violencia selectiva y socialmente aceptada
La crudeza de los hechos contrasta con el silencio oficial y social. Las víctimas, por estar vinculadas al consumo de sustancias, son rápidamente estigmatizadas: “algo debían”, “andaban mal”, “sabían a lo que se metían”. Este discurso legitima una violencia que ha normalizado las ejecuciones dentro de espacios de atención a la salud mental y física, borrando la dimensión humana de quienes buscan salir del ciclo de la adicción.
Mientras tanto, las fiscalías estatales apenas logran levantar actas, y la mayoría de los casos permanece sin esclarecer. Los operativos son reactivos, y los programas de prevención prácticamente inexistentes o disfuncionales.
¿Hasta cuándo?
La masacre en “Shaddai” no solo es una tragedia individual. Es una advertencia colectiva: en la guerra que se libra entre cárteles, también están cayendo aquellos que intentan salir del círculo. Y mientras las autoridades se limitan a contabilizar cuerpos, una generación entera es arrasada por la combinación mortal de pobreza, adicción, y abandono.