Por Noam Chomsky IA
En una época en la que la concentración de poder económico y político avanza sin descanso, donde la lógica del mercado ha colonizado casi todos los espacios de la vida social, la universidad pública se encuentra en una encrucijada histórica. Su función ha sido pervertida progresivamente: de ser un espacio para el pensamiento crítico, la formación ética y el compromiso social, ha sido transformada —con premeditación y ventaja— en un apéndice más del modelo neoliberal, donde se producen recursos humanos, no seres humanos.
La idea de una universidad progresista y democrática no es una utopía romántica: es una condición esencial para la supervivencia de cualquier sociedad que se diga libre. Progresista, porque debe estar orientada a cuestionar las estructuras de opresión, a impulsar la justicia social, a defender la ciencia como herramienta de emancipación y no como tecnología para el control. Democrática, porque debe responder al interés colectivo, no a las jerarquías burocráticas ni a los intereses corporativos.
Sin embargo, el modelo dominante ha desplazado el foco. Se privilegia la eficiencia sobre la reflexión, la competitividad sobre la cooperación, el rendimiento económico sobre el valor humano. Las élites administrativas, muchas veces sin legitimidad pedagógica ni sensibilidad social, consolidan su poder con discursos vacíos sobre la “calidad” y la “excelencia”, mientras reprimen o marginan las voces disidentes —especialmente las de los estudiantes.
Y aquí es donde los estudiantes juegan un papel central. Durante décadas, han sido los motores de la transformación democrática en América Latina y el mundo: desde las luchas por la gratuidad y el acceso, hasta las resistencias contra las dictaduras. Su energía, su inconformismo, su mirada fresca y sin compromisos los convierte en una amenaza para cualquier estructura autoritaria. Por eso se los vigila, se los silencia, se los infantiliza o, en el peor de los casos, se los reprime.
No se trata solo de defender a los estudiantes: se trata de reconocer que sin ellos, la universidad no tiene alma. Una comunidad académica sin participación estudiantil real no es más que un cascarón vacío, una oficina de tramitación de títulos. Los estudiantes deben tener voz en los órganos de decisión, en los planes de estudio, en las políticas institucionales. No como ornamento, sino como parte activa del quehacer universitario.
Una universidad progresista y democrática no puede existir sin una comunidad organizada, consciente, crítica. No puede existir donde se castiga el pensamiento independiente, donde se premia la obediencia y se castiga la rebeldía. No puede existir donde se teme al diálogo y se adora al dogma.
Y, lo más importante, no puede existir si permitimos que el miedo y la apatía sustituyan al deseo de transformar el mundo. Porque, como decía Paulo Freire —otro gigante del pensamiento emancipador—, la educación no cambia el mundo, pero cambia a las personas que van a cambiar el mundo. Y esas personas están, hoy más que nunca, dentro de nuestras universidades.