Culiacán, Sinaloa. La historia de una víctima de asalto con violencia ha conmovido a miles de personas en redes sociales, luego de que compartiera su testimonio a seis meses de que le robaran su automóvil en el estacionamiento de una tienda Ley. La crónica no solo retrata el miedo y la impotencia del momento, sino también la revictimización institucional que vino después.
Un asalto a plena luz del día
La víctima relata que el robo ocurrió a las 3 de la tarde, frente a decenas de personas, y que fue ejecutado con armas de fuego. “Emilio reaccionó bien, pero yo intenté negociar… solo conseguí que el hombre me apuntara con más fuerza a la sien”, escribió. En segundos, todo lo que habían comprado, sus pertenencias y hasta su laptop con trabajo acumulado, desapareció con el vehículo.
“No fue solo un carro… fue la seguridad, la confianza, la libertad”
Tras el asalto, la pareja vivió un proceso lleno de obstáculos: llamadas sin respuesta, patrullas que nunca llegaron, documentos mal registrados y un GPS que nunca localizó el carro. Ni la aseguradora ni las autoridades brindaron el apoyo necesario, lo que dejó una profunda sensación de abandono.
“La denuncia se corrigió cuatro veces. El GPS nunca funcionó. El seguro nunca volvió a llamar”, relata con frustración.
Una denuncia que representa a miles
La publicación se viralizó por la forma en que pone palabras al dolor compartido por miles de familias en Sinaloa, que han perdido mucho más que bienes: han perdido seguridad, justicia y paz.
“Esto no se va a acabar hasta que ellos quieran”, dijo uno de los asaltantes. Y esas palabras, ahora, parecen tener razón.
Una historia que es de todos
Más allá de un caso individual, el texto refleja la normalización de la violencia y la indiferencia institucional. “En Sinaloa, todos los días perdemos a alguien”, escribe. “Y lo que más duele es lo que no se puede restituir: la vida”.
La autora concluye con una frase que ha tocado corazones en redes sociales:
“Escribir también es resistir. Porque nombrar lo que duele es el primer paso para que un día, tal vez, deje de doler. Aunque aún no quieran. Aunque aún no cambie”.
HISTORIA COMPLETA
Como a la gran mayoría, nos tocó vivir un asalto con violencia: encañonados, a plena luz del día. A nosotros nos pasó en el estacionamiento de la Ley del Río a las 3 de la tarde.
Emilio reaccionó bien; en cuanto le apuntaron, se bajó del carro. Yo, en cambio, tardé unos segundos. Quería negociar, pedir que al menos me dejaran bajar mi bolsa… pero no se pudo. Cada palabra que intentaba decir solo hacía que el hombre presionara con más fuerza el cañón contra mi sien y que se pusiera más agresivo.
“No se puede llevar todo”, gritaba en mi mente. Veía la cartera que acababa de poner a mi lado, pensaba en la carpeta con papeles en el asiento de atrás, en las mochilas que estaban en la cajuela, en la mochila del trabajo y en la de Emilio con los libros que tanto batallé para comprar, en mi laptop con las presentaciones que estaba trabajando. Vi también las bolsas del mandado que acabábamos de subir, con la carne que queríamos asar, los aguacates que tardamos tanto en escoger. Era nuestro viernes de descanso. Emilio quería ver una película de guerra, yo un musical… y, de un segundo a otro, todo cambió.
De nada sirvieron los protocolos: estacionarse en los primeros lugares, salir pronto, estar alerta, evitar andar en la calle después de las 7 p.m. Aun así, nos tocó. Se llevaron el carro, y hasta mi celular. Cuando se fueron, abracé muy fuerte al Emilio y lo agarré de la mano, estaba paralizado, pero necesitábamos irnos de ahí, subimos la rampa y recuerdo que nos sentamos a llorar en una banqueta del estacionamiento. Estábamos bien, estábamos vivos. Pero no podía creer lo que acababa de pasar… y el proceso apenas comenzaba.
Pude hacer la denuncia al 911 porque un amigo me ayudó. Él se encargó de hablar a todos lados. Nunca llegó una patrulla, ni el seguro. “Vayan a la unidad especializada, luego a la Guardia Nacional”, nos decían. “Entreguen esta documentación, busquen las copias certificadas, vayan a la USE, a la agencia, den de baja las placas, paguen, vayan, regresen…” Una lista interminable.
En la Unidad Antirrobos nos dijeron que teníamos que demostrar que el carro era mío y que no debía placas. Pero ya era viernes por la tarde, y la USE estaba cerrada. Los del GPS dijeron que no podían activar el paro de motor sin la denuncia formal.
La denuncia se corrigió cuatro veces: primero por la fecha, luego por el número de serie, después por mi edad… y de nuevo por la fecha. En la Guardia Nacional, otra corrección: habían registrado mal el color del carro. El seguro, tras hacer la primera entrevista, nunca volvió a llamar.
El GPS nunca localizó el vehículo ni logró apagarlo. Fueron tantas situaciones injustas.
Hoy se cumplen seis meses de eso. Y a manera de justicia narrativa, lo cuento. Porque duele. Duele que nada haya cambiado. Que como a nosotros, esto le haya pasado a miles de familias y que parezca que a nadie le importa. Porque hoy, todo sigue igual o peor. La promesa de que habría avances en seguridad fue solo eso: una promesa.
Recuerdo las palabras de aquel hombre: “Esto no se va a acabar hasta que ellos quieran”. Y tenía razón. Día a día nos damos cuenta de que tenía razón.
No fue solo un carro. Fue la seguridad. La credibilidad. La libertad. La confianza.
Y ni hablar de la indemnización, ni del acoso por parte de la financiera. Eso lo tomo como experiencia.
Este caso es sobre la pérdida de un carro. Pero en Sinaloa se han perdido muchas más cosas. Se pierden trabajos, casas, bienes… pero lo que más duele, es lo que no se puede restituir: la vida.
En Sinaloa, todos los días perdemos a alguien. El que encontraron entre la maleza, el que estaba tirado en la carretera, el que amaneció en un puente, eran parte de nosotros y ya no están. Las niñas y los niños que iban en el carro con sus padres. Este drama es de todos, por eso todos los días perdemos algo. Porque lo que le pasa al otro nos afecta. Porque el miedo, la tristeza y el dolor del otro no nos pueden ser indiferentes. Pero también nos faltan los que desaparecieron, los que levantan, a los que se llevan. Los desaparecidos no pueden ser una estadística que no se registrará en esta administración, ¡cómo pueden verlos así!, son personas que nos faltan, que no están en una mesa, en una casa, con su familia.
Me cuesta aceptar que esto va a acabar hasta que ellos quieran, por lo pronto lo más que puedo hacer es escribirlo, porque escribir también es resistir. Porque nombrar lo que duele es el primer paso para que un día, tal vez, deje de doler.
Aunque aún no quieran.
Aunque aún no cambie.
“Aunque la esperanza parezca temeraria, la seguimos sembrando”.