Por: Michelle Campoy
El Tío Sam es un carnicero. No en el sentido simbólico con el que la historia ha aderezado su figura, sino en su esencia. Samuel Wilson, el proveedor de carne que inspiró al icónico personaje, abastecía al ejército estadounidense en la Guerra de 1812. Barriles marcados con las iniciales “U.S.” fueron interpretados por los soldados como “Uncle Sam”, y de ahí surgió un emblema que, con el tiempo, se volvió sinónimo de autoridad, imperialismo y, en muchos casos, imposición. La metáfora no es gratuita: la carne es su industria, su negociación y su sacrificio. En el relato histórico, el Tío Sam no alimenta, engorda. Cría, engorda y mata, con la frialdad de quien ve en el otro no una vida, sino una mercancía.
Esta imagen cobra una relevancia inquietante en el actual conflicto entre México y Estados Unidos en torno al narcotráfico y el fentanilo. Estados Unidos sufre una crisis de adicción sin precedentes. México, una crisis de violencia que ha desgarrado su tejido social. Dos realidades paralelas, un mismo vínculo. La pregunta que flota en el aire es: ¿Somos cómplices de la tragedia estadounidense o víctimas de su insaciable consumo?
México ha reportado en los últimos cuatro meses más de 10,000 detenciones y la incautación de 90 toneladas de drogas. Las cifras son contundentes, pero la pregunta sigue en pie: ¿Es esta una convicción propia o una respuesta a la presión del Tío Sam? El discurso oficial insiste en que es una lucha por la seguridad nacional, por la restauración del orden y la paz. Pero el mexicano de a pie, ese que ha aprendido a sobrevivir en una realidad donde el narcotráfico se ha convertido en una economía paralela, no puede evitar preguntarse: ¿Por qué ahora? ¿Por qué no antes? ¿Y cuáles serán las consecuencias?
La filósofa boliviana Silvia Rivera Cusicanqui advierte que las economías construidas sobre actividades ilícitas no pueden ser erradicadas sin generar un vacío social y económico devastador. En muchas regiones de México, la estructura financiera depende de empresas que, en su origen, fueron fundadas con dinero del narcotráfico. Comercios, bienes raíces, servicios, empleos formales que sostienen familias y comunidades enteras. Si el narco ya no podrá sostener la economía del país, ¿de qué vivirán los que han dependido indirectamente de su existencia?
El problema no es sólo erradicar la violencia; es también transformar la realidad que la ha hecho posible. Y aquí es donde la credibilidad social tambalea. La ciudadanía ha sido testigo de la complicidad histórica entre sociedad, autoridad y crimen organizado, de la impunidad disfrazada de gloria, poder y dinero. La pregunta no es si el gobierno puede combatir al narcotráfico; es si realmente quiere hacerlo o sólo responde a las exigencias de su vecino del norte. Santiago Castro-Gómez, un filósofo colombiano, plantea que la legitimidad gubernamental se fortalece cuando sus acciones surgen de una auténtica preocupación por el bienestar de su población, no de la presión externa.
En este ajedrez geopolítico, el Tío Sam sigue marcando el ritmo. Pero México no es un pariente obediente, sino un país que lucha por su soberanía y vive su propia encrucijada. El combate al narcotráfico no puede ser una reacción a la crisis estadounidense, sin embargo, lo es, debe ser una acción fundamentada en nuestras propias necesidades. La carne sigue en la mesa, pero la decisión de cómo se corta y a quién se sirve es, o debería ser, nuestra.