Por Michelle Campoy
¿Quién puede opinar sobre lo que ocurre en un estado en llamas?
La violencia en Culiacán, como en tantas otras ciudades, no es un fenómeno aislado ni reducible a estadísticas. Es, muchas veces, una herencia social legitimada y perpetuada por una conciencia colectiva que la normaliza. Mientras los discursos oficiales promueven el progreso y la civilidad, la realidad insiste en demostrar que los patrones violentos se repiten como un eco dentro del tejido social. Nada genera tanto asombro y repulsión como enfrentarse a una sociedad que niega su propia naturaleza violenta.
Slavoj Žižek, filósofo esloveno, descompone la violencia en tres niveles interconectados: violencia subjetiva, objetiva y simbólica. La violencia subjetiva es la más visible, la que ocupa titulares y nos enfrenta con imágenes de agresión física, asesinatos y conflictos abiertos. Sin embargo, Žižek nos advierte que este nivel es solo el síntoma de una violencia más profunda.
La violencia objetiva, por otro lado, se manifiesta en las estructuras sociales, económicas y políticas. Es el sistema mismo, como el capitalismo global, el que perpetúa desigualdades y exclusión sin necesidad de actos explícitos de agresión. Finalmente, la violencia simbólica actúa a través del lenguaje, la ideología y las normas culturales. Esta forma, la más sutil y generalizada, es la base de las otras dos, pues establece los significados y valores que justifican la dominación y el control.
Cuando los opinólogos intentan interpretar la violencia de un estado en llamas, lo hacen generalmente desde posiciones privilegiadas, lejos de los núcleos donde el caos se materializa. Una víctima de violencia, al señalar las fallas del Estado, no solo denuncia su incapacidad de protección, sino también la imposibilidad de reconocerse como parte activa de un sistema que perpetúa estos ciclos. En el reparto de culpas, todos parecen inocentes.
La brutalidad y el instinto primitivo
Lo que incomoda no es solo la brutalidad de un cuerpo masacrado; lo intolerable es aceptar que, pese a las promesas de modernidad y civilización, los instintos primitivos permanecen intactos. Jacques Lacan destaca que la conciencia colectiva opera en el ámbito del lenguaje y los símbolos, y que la repetición de la violencia no es un accidente, sino una estructura profundamente arraigada en nuestra sociedad.
En Culiacán, esta repetición se alimenta de un sistema donde la violencia no solo se tolera, sino que se espera, justificándose como parte de una narrativa compartida. René Girard complementa este análisis con su teoría de la violencia mimética, según la cual los actores en conflicto —ya sean narcotraficantes o instituciones— se imitan mutuamente en un ciclo que amplifica la brutalidad. Girard señala que este ciclo solo se rompe a través del sacrificio de un chivo expiatorio, aunque lejos de resolver la violencia, este acto refuerza su lógica.
Hannah Arendt, por su parte, nos habla de la banalidad del mal: la violencia institucionalizada que opera sin reflexión ética, bajo un esquema funcionalista que convierte a las personas en medios para fines ajenos. En Culiacán, tanto el narcotráfico como las autoridades parecen atrapados en esta dinámica.
Frantz Fanon introduce una perspectiva distinta: la violencia no solo como síntoma, sino como respuesta a la opresión. En un contexto de desigualdad económica, exclusión social y corrupción estructural, la violencia se convierte en el único lenguaje disponible para expresar poder o resistencia. En este sentido, Culiacán no es solo un escenario de violencia; es parte activa de ella, un reflejo de su historia y de sus ancestros.
¿Un contrato social obsoleto?
La violencia que se civiliza a través de leyes e instituciones es la misma que, en otros tiempos, otorgó vivienda, alimento y libertad. Esta dualidad nos recuerda que la brutalidad no es un vestigio de un pasado superado, sino un recordatorio persistente de nuestra condición humana. Quizá sea tiempo de cuestionar si el contrato social que alguna vez fue funcional requiere ajustes.
¿Podemos superar los ciclos de violencia que definen nuestra realidad, o seguimos siendo prisioneros de una conciencia colectiva que se resiste al progreso?