Por Edgar Adair Espinoza Robles
El 1 de junio no fue solo una jornada electoral: fue un sismo democrático que movió las placas del sistema político mexicano. No se notó en la superficie de los noticieros del viejo régimen ni en las columnas que siguen hablando con nostalgia del poder judicial de toga y fuero. Pero abajo, en lo profundo, algo crujió. Y el PRIAN no quiere aceptarlo.
La presidenta Claudia Sheinbaum lo dijo con claridad: la elección judicial reunió más votos que los que sumaron PRI, PAN y MC juntos en 2024. No lo dijo por presumir cifras vacías, sino para poner en evidencia un fenómeno que incomoda a la oposición: la ciudadanía está buscando nuevas formas de participación. Aunque el proceso no haya sido perfecto, aunque muchos no entendieran bien por qué votaban, hubo millones que sí acudieron a decidir sobre quienes imparten justicia en este país. Y eso, para el viejo régimen, es un golpe que no esperaban.
Sí, la participación fue baja. Solo uno de cada diez electores fue a las urnas. Y sí, hubo votos nulos, confusión, desconocimiento, boletas largas y listas mal explicadas. Pero lo que más molesta al bloque conservador no es eso. Lo que les duele es que, con todo y esas condiciones adversas, el pueblo votó. Y no votó por ellos.
Durante décadas, los ministros de la Corte y los altos jueces fueron electos entre bastidores, en cenas privadas o acuerdos cupulares. Eran cuotas de poder, no servidores del pueblo. Y de pronto, el sistema judicial, ese bastión de los privilegios, fue sometido al juicio ciudadano. No porque se haya impuesto una visión única, sino porque se abrió la puerta a algo que el PRIAN nunca quiso: que la justicia también se someta al veredicto popular.
Ahora bien, hay que decirlo con autocrítica: democratizar el poder judicial no puede limitarse al voto. Si no hay pedagogía democrática, si no hay mecanismos claros de evaluación, si no se garantiza independencia frente al Ejecutivo y frente a los partidos, corremos el riesgo de que el remedio se parezca al mal que se quiere corregir. Pero eso no deslegitima el proceso, sino que nos llama a perfeccionarlo.
El sismo del 1de junio no derrumbó el edificio judicial, pero sí le abrió grietas. El viejo sistema lo resiente. Por eso tantos columnistas, exconsejeros, y exmagistrados salieron en estampida a denunciar un “fracaso democrático”. Pero no es fracaso que el pueblo empiece a mirar con lupa a quienes juzgan. El verdadero fracaso era el silencio, el blindaje, el ritual de autoprotección que durante décadas reinó en ese poder.
Ahora empieza lo más difícil: transformar una cultura jurídica elitista en una justicia del pueblo. Democratizar no es populismo, como repiten con miedo los que nunca creyeron en la soberanía popular. Democratizar es abrir ventanas donde antes había muros. Y el temblor del 1 de junio fue apenas la primer sacudida.
Habrá réplicas. Algunas vendrán de las propias instituciones, otras de la ciudadanía que se asume con más poder. Pero lo cierto es que ya nada será igual. El PRIAn puede no querer aceptarlo, pero el temblor ya ocurrió. Y el pueblo, ese que tanto les asusta, ya empezó a caminar por los pasillos del poder judicial.