Por E. Uriel Jarquín Garnett
Más o menos el pasado miércoles 19 de mayo se desató en redes sociales una polémica en torno a una acción de la Alcaldía Cuauhtémoc (CDMX) en torno a la imagen urbana del comercio informal. La titular decidió uniformar con la identidad gráfica de su administración a todos los puestos semifijos de la demarcación (esos puestos de lámina que no son precisamente ambulantes pero tampoco locales establecidos). Una imagen tan gris como su propio intento de gobierno.
Sin embargo, como en otros temas, sus decisiones provocaron la resistencia de la población que desgobierna. De pronto, todas las redes sociales (Twitter, Instagram, me imagino que FB pero yo no la uso, así que no tengo pruebas pero tampoco dudas) se inundaron de una denuncia ciudadana que señalaba que la administración local estaba atentando contra el noble oficio del rótulo callejero en un intento por borrar la “cultura popular del barrio”. De ninguna manera voy a defender la acción fascistoide de una persona que públicamente ha declarado que la pobreza es un mal que debe “limpiarse” cual si fuera una mancha en el impoluto tejido social. Lo que me indigna es que a la “resistencia” la estén conduciendo un conjunto de figuras notoriamente públicas en redes sociales y que se distinguen por opinar desde su privilegio sin tener conciencia del verdadero problema de fondo.
Para este grupo de profesionistas liberales (es decir, capitalistas), como diseñadores, comunicólogos, mercadólogos, urbanistas, historiadores del arte, etc. (o sea, todas esas carreras que se estudian porque se parte de una sólida base de privilegios de clase que lo permiten)… las acciones de la tirana Cuevas reflejan un desprecio por la “gráfica popular” que da identidad a los estratos más marginados y vulnerables de nuestra sociedad. Sus principales argumentos son, entre otras joyas, que sin la clásica torta de tres pisos, el puerquito bañándose en un caldero de manteca o una naranja felizmente formada en la fila del exprimidor, los extranjeros no van a saber a dónde dirigirse para saciar sus instintos culinarios más salvajes. Pero además, cuando se paseen por nuestras históricas colonias, no van a poder enmarcar sus selfies con tan folklóricos backgrounds. ¿Qué vayan a decir sus seguidores, si se supone que el México de Octavio Paz es puros colores y sabores?
De fondo, ni la tirana Cuevas ni la bandita whitexican, están viendo como dice el pensamiento colonizado: la big picture. La primera porque evidentemente tiene acuerdos políticos con los líderes que son los dueños reales de todos esos puestos: es decir, pactaron para que todas las personas que pudieran votar en la Cuauhtémoc lo hicieran por ella. En otras palabras, a la glamourosa alcaldesa le vendieron una red clientelar y llegó el momento de cobrar, perdón, de uniformar para que sepan de qué lado masca la iguana.
La segunda porque su mayor interés recae en la “función estética” del rótulo popular sin importarles las condiciones de injusticia social que sostienen el comercio callejero. Me explico: desde una perspectiva románticamente liberal, se piensa que los puestos callejeros son chambeados por dignos emprendedores a los que el sistema les negó un lugar y que, por lo tanto, su creatividad económica los llevó a ofrecer en las calles de nuestra noble ciudad sus inventivas. Y por si no fuera suficiente, tuvieron el ingenio suficiente para “colaborar” con rotulistas para que plasmaran gráficamente sus ideales de mercado. Wrong!: el comercio callejero es parte de un entramado económico informal que, bajo la misma lógica de negocios como Starbucks o McDonalds, están guiados por el principio de la ganancia económica. En ambos casos, los verdaderos dueños someten a sus empleados a condiciones de precariedad laboral que se traduce en jornadas de trabajo extenuantes, salarios míseros y, por si no fuera suficiente, ausencia de seguridad social. Es decir, si te enfermas que te cure el espíritu santo (digo, la mano invisible).
Defender superficialmente la identidad gráfica del comercio callejero implica, sin cortapisas, defender las condiciones de injusticia social en un país en el que más de la mitad de su población económicamente activa, es decir, de la gente en edad y condiciones para chingarle, está sometida a regímenes de explotación laboral. En el caso particular del comercio callejero, esta condición está íntimamente asociada a robustas redes de clientelismo político bajo las cuales, la clase trabajadora (informal), se convierte en moneda de cambio entre actores políticos para obtener la mayor cantidad de beneficios económicos posibles (previa emisión del voto al portador).
De ninguna manera puedo estar en contra de un oficio tradicional: el diseño gráfico artesanal. Pero tampoco puedo estar a favor de una iniciativa que se queda en la superficie del problema sin mirar al trasfondo del fenómeno. Si la banda güera se quiere tomar fotos con letreros bonitos que lo hagan a sabiendas que sus likes están sustentados en una de las mayores injusticias sociales al lucrar con las necesidades laborales de la clase más pobre de nuestra sociedad. En pocas palabras: hemos pasado de: “el pobre es pobre porque quiere, al pobre está bonito y yo quiero una foto con él”.