Durante más de ochocientos años, los agustinos —esa orden austera de mendicantes que predica sin estridencias y sirve desde los márgenes— nunca habían tocado la silla de Pedro. Han sido teólogos finos, misioneros tercos, místicos discretos… pero jamás papas. Hasta ahora. La elección de León XIV —Robert Francis Prevost, estadounidense de nacimiento, nacionalizado peruano y agustino por convicción— rompe esa racha milenaria. Y no lo hace en cualquier contexto: lo hace en un momento en que la Iglesia parece más necesitada de silencios fértiles e introspectivos que de discursos rimbombantes, solemnes y vaciados de realidad.
¿Qué es una orden mendicante?
Las órdenes mendicantes surgieron en el siglo XIII como una respuesta espiritual y social a los cambios urbanos y culturales. A diferencia de las órdenes monásticas tradicionales, que vivían en clausura y de sus tierras, los mendicantes se caracterizan por su vida itinerante, voto de pobreza estricta y su cercanía al pueblo. En este sentido, los agustinos se hermanan espiritualmente con franciscanos y dominicos, compartiendo vocación misionera, predicación y una vida austera.
Por eso la elección de León XIV no es solo un hecho inédito, sino también una declaración de intenciones (quizá involuntaria): dar poder a quien, desde la marginalidad, ha forjado alma y carácter a lo largo de generaciones.
Pero que no se malentienda. Técnicamente ya hubo un papa “agustiniano” en el sentido amplio: Eugenio IV, en el siglo XV, miembro de los Canónigos Regulares de San Giorgio in Alga. Es decir, un agustino “por adopción canónica” más que por vocación mendicante. Eugenio fue un reformador duro, un político en sotana, moldeado por la maquinaria eclesiástica veneciana. Un hombre de claustros nobles más que de caminos polvorientos; más formados en sínodos y disputas que en oración silenciosa. Poco retiro, mucho escritorio. Un primo clerical del León XIV, si se quiere, pero criado en palacio, no en misión.
Ahí radica la diferencia crucial. Donde Eugenio IV combatió concilios y se aferró a la supremacía pontificia, León XIV parece llegar con los pies descalzos y las manos llenas de tierra latinoamericana. Como un Francisco II sin la teatralidad de los gestos. No hay perfumes renacentistas ni puños en la mesa conciliar. Hay otra cosa: el susurro de Tagaste, la idea de que la verdad se busca juntos, y, a menudo, desde la pobreza y la irrelevancia social.
¿Y qué puede significar esto para la Iglesia? Tal vez poco, si la Curia logra absorberlo como una anomalía simpática. Tal vez mucho, si León XIV encarna lo que su orden representa: unidad interior, caridad radical, inteligencia sin soberbia y una espiritualidad trabajada desde la mendicidad y el ascetismo. Un programa teológico con siglos de maduración que, por primera vez, toca el centro del tablero.
Por otra parte, lo cierto es que, el Vaticano no es ajeno a estas ironías. Ha canonizado a místicos, condenado a sabios y científicos, beatificado a herejes tardíos y ahora… elige a un agustino que, en cualquier otra época, habría sido consultor, no protagonista. El gesto puede parecer tardío, pero en lógica eclesial, ocho siglos es un abrir y cerrar de ojos.
Lo importante, entonces, no es solo que al fin llegó un papa formado fuera de la burbuja narcisista y reaccionaria de la Curia romana, sino que lo hace en un momento en que el mundo reclama más que nunca esa espiritualidad agustiniana, pues es de conocimiento general que este se encuentra fragmentado, inquieto y ávido de un sentido que la vida urbana y materialista no puede otorgar. Tal vez la Providencia —si todavía se le permite hablar— nos está recordando que incluso la Iglesia aún conserva rincones humildes y olvidados capaces de cambiar cualquier guion previsible.
Por ello, la elección de Prevost no solo simboliza una renovación dentro de su orden, sino también una continuidad con el legado reformista y pastoral del papa Francisco, que ha enfatizado la inclusión, la paz y el compromiso social. A veces, los que llegan al final son los que mejor entienden por qué vale la pena llegar.