Por Michelle Campoy
En las democracias modernas, el ideal de una ciudadanía informada y activa resulta esencial para equilibrar poder y representación. Sin embargo, este ideal frecuentemente se ve socavado por una realidad marcada por la simulación política, donde prevalece la apariencia de participación sobre su auténtica sustancia. La democracia, en este contexto, se convierte en un espectáculo que, como observó Guy Debord en La sociedad del espectáculo, no solo oculta sus fallas estructurales, sino que perpetúa un sistema donde los ciudadanos, lejos de ser actores críticos, se convierten en espectadores pasivos. La política no es vivida ni cuestionada; es simplemente consumida.
A esta problemática se suma un fenómeno alarmante: el analfabetismo funcional. Esto no se limita a la incapacidad de leer, sino que implica la dificultad para comprender, analizar y aplicar información compleja. En un entorno saturado de narrativas simplistas y sobrecarga informativa, esta carencia limita a los ciudadanos en su capacidad para discernir entre verdad y propaganda. Hannah Arendt, en Verdad y mentira en la política, advierte que las mentiras prosperan no solo por quienes las elaboran, sino también por la falta de juicio de quienes las aceptan. Así, la falta de comprensión lectora no es únicamente un problema educativo; es también político.
Los datos recientes del MOLEC (INEGI, 2024) ilustran esta crisis: entre 2015 y 2024, la población lectora masculina disminuyó del 86.7 % al 69.9 %, mientras que la femenina pasó del 81.9 % al 69.3 %. Además, solo el 58.9 % de la población lectora declaró comprender la mayor parte de lo que lee, mientras que un 15 % comprende solo la mitad y un preocupante 4.2 % apenas logra entender los textos.
El círculo vicioso entre simulación y analfabetismo funcional es sistémico. Jean Baudrillard, en Simulacra and Simulation, señala que en el estadio del simulacro ya no se representa la realidad, sino su ausencia. Esto se refleja en elecciones coreografiadas, promesas incumplidas y políticas públicas limitadas a informes oficiales. Esta dinámica convierte al analfabetismo funcional en un aliado indispensable del simulacro, ya que una ciudadanía incapaz de analizar críticamente su entorno es fácilmente manipulable.
Por ejemplo, el MOLEC también indica un aumento significativo en la lectura de páginas de internet, foros o blogs entre personas de 35 a 44 años (del 42.5 % en 2015 al 67.8 % en 2024). Si consideramos que las democracias más simulativas suelen controlar los medios de comunicación, resulta evidente por qué priorizan la narrativa sobre la acción real.
Paulo Freire, en Pedagogía del oprimido, criticaba la educación “bancaria” que deposita información sin fomentar la reflexión crítica. En este modelo, la lectura deja de ser un acto de resistencia para convertirse en un instrumento de control. Más aún, las ciencias del lenguaje confirman que ningún discurso es neutro; toda comunicación está situada en un contexto cultural e histórico que condiciona su interpretación.
La democracia enferma de simulación y analfabetismo funcional perpetúa desigualdades y bloquea la transformación social. Revertir este proceso exige desmantelar narrativas simplistas y revitalizar la lectura crítica como un acto político de resistencia. Como afirmó Simone Weil: “la atención es la forma más rara y pura de generosidad”.
El MOLEC 2024 subraya la importancia de los hábitos en el hogar: el 58.1 % de la población lectora mencionó haber crecido rodeada de libros, y el 51 % señaló la influencia de observar a sus padres o tutores leer. Esto sugiere que uno de los principales campos de acción comienza en casa. Exigir resultados a una democracia implica construir ciudadanos críticos desde la infancia, capaces de entender su lugar en el sistema y combatir el populismo con acciones, no solo con palabras.
En esta construcción constante que es la democracia, la ciudadanía crítica y activa sigue siendo nuestra mayor esperanza de redención.