Por Edgar Adair Espinoza
Hay semanas en que uno siente que amaneció en 1995, con la diferencia de que esta vez la crisis la están fabricando a base de discursos. No es casualidad: desde que inició la semana, los medios “críticos” de siempre, esos que sobreviven más por inercia que por credibilidad, han decidido desempolvar al expresidente Ernesto Zedillo para ofrecerle tribuna y, de paso, oxigenar la narrativa preferida de la derecha: “la deuda de AMLO es peor que la del Fobaproa”. Una acusación que no resiste ni el primer chequeo básico de cifras, pero que sirve, como todo buen mito neoliberal, para confundir y alarmar.
Primero lo primero: ¿qué entendemos por deuda externa? La mayoría de los analistas la mencionan como si fuera un simple pagaré, pero no. La deuda externa es un contrato político y económico que ata a un país con entidades extranjeras, llámense FMI, Banco Mundial, Club de París o bonistas internacionales. No es solo dinero prestado: es supervisión, es condicionalidad, y muchas veces, es pérdida parcial de soberanía. Por eso, cuando hablamos de deuda pública, es fundamental preguntar: ¿cuánto? pero también ¿con quién? y, sobre todo, ¿para qué?
Veamos las cifras que nos comparte el administrador público Pavel Argaez, Salinas (1988–1994): 85,000 millones de dólares adicionales de deuda externa. Zedillo (1994–2000): 50,000 millones más, entre los que destacan los 20 mil millones del Tesoro de EE.UU., 17 mil millones del FMI y un rosario de préstamos que transformaron a México en laboratorio de ajuste estructural. Fox (2000–2006) añadió otros 75,000 millones; Calderón (2006–2012), 110,000 millones; Peña Nieto (2012–2018), 80,000 millones más. ¿López Obrador? Unos 40,000 millones, sin tocar ni una sola puerta del FMI o del Banco Mundial. Todos estos datos están disponibles (aunque a muchos no les conviene recordarlos) en la SHCP, el FMI y otros organismos multilaterales.
Ahora bien, la joya de la corona del endeudamiento neoliberal fue, es y seguirá siendo el Fobaproa. En 1995, mientras miles de familias perdían sus casas y empleos, el gobierno decidió socializar la deuda de los banqueros, convirtiendo lo que era un problema privado en un lastre público que hasta la fecha seguimos pagando. El “paquete de rescate” (20 mil millones del Tesoro de EE.UU., 17 mil millones del FMI, 7 mil millones del Banco Mundial y 3 mil millones del Banco de Pagos Internacionales) trajo consigo no solo dinero, sino una intervención directa sobre la política económica de México. El aplauso llegó desde Wall Street, mientras el golpe lo recibíamos los de abajo.
Aquí es donde la narrativa oficialista de la derecha hace su truco de magia: presentar el endeudamiento actual como igual o peor que el de entonces, ocultando que la deuda de este sexenio ha sido, sobre todo, interna, contratada a través de bonos globales y sin ninguna condicionalidad externa. Y algo más: López Obrador, a diferencia de sus predecesores, no convirtió deuda privada en deuda pública. No hubo rescate bancario, no hubo cartas de intención firmadas con el FMI, y no hubo “reformas estructurales” impuestas desde Washington.
Por supuesto que la deuda interna ha crecido, sobre todo en los años de pandemia. Pero una cosa es acudir al crédito para sostener programas sociales, obras de infraestructura y garantizar derechos básicos, y otra muy distinta endeudarse para salvar banqueros y satisfacer a las calificadoras de riesgo.
Haciendo una analogía doméstica: no es lo mismo pedir un crédito para comprar refrigerador, estufa y lavadora para la casa, que endeudarse para pagarle la fiesta a un amigo que luego se hace el desentendido.
El debate sobre la deuda no es solo técnico, es profundamente político. Las cifras, solas, no explican la realidad: hay que analizar qué modelo económico las sostiene, qué intereses prioriza y a quién beneficia. Por eso, cuando algunos opinólogos intentan vendernos la idea de que “toda deuda es igual”, en realidad están defendiendo un modelo de país, ese donde el Estado solo existe para garantizar las ganancias de unos cuantos, y donde los costos siempre caen sobre la mayoría.
No se trata de negar los problemas del presente, sino de no olvidar quiénes y cómo nos trajeron hasta aquí. Porque sí, la deuda sigue siendo un problema. Pero no es lo mismo endeudarse para fortalecer la soberanía que para hipotecarla. Y esa, por más que les duela, es la diferencia central entre López Obrador y sus malquerientes del viejo régimen.