“Los cuentacuentos buscan las huellas de la memoria perdida, el amor y el dolor, que no se ven, pero no se borran. Eduardo Galeano”
Por Cruz Antonio González Astorga
En este andarse por la vida, como por las ramas del frondoso árbol de la historia humana, la mirada se ensancha por las experiencias acumuladas al interactuar con los demás; se mira más, enriqueciendo el entendimiento de lo que llamamos mundo.
Son los trajines de la vida cotidiana, ese día a día que, de ser tantos, pasan desapercibidos para el estudioso de la historia en espera o búsqueda, según el objetivo, de los grandes acontecimientos.
Eduardo Galeano, el cazador de las pequeñas historias, de tan insignificantes son postradas al olvido. ¿Qué cosas se pueden cazar en el mar de gentes de una ciudad inmensa o de un pueblo minúsculo arrinconado en lo más lejano de la civilización? Antes, otro cazador escribió la novela más maravillosa en lengua castellana después de Don Quijote de la Mancha, en un espacio reducido en Colombia, y que el mundo conoce como Macondo.
De Macondo nació Cien años de soledad, y de un pueblo pesquero surgió el Güilo Mentiras en una noche estrellada sorteando los ataques de chigüiles en la pequeña canoa,en la batalla lecontaba a Dámaso Murúa los disparates de la realidad más disparatados que el mundo haya conocido.
¿Qué fuese de García Márquez sin Macondo?, ¿qué hubiese sido de Dámaso Murúa sin el Güilo Mentiras?, ¿qué de Eduardo Galeano sin el recorrido por el extenso territorio de América Latina? Sumergirse en las historias de las otras y otros, los olores de la cocina, los chascarrillos en los barrios pobres, la suciedad de los mineros, la alegría de las gradas cuando hay un gol, la inocencia ilustradora de los niños, los significados de las palabras multiplicándose mientras los pies avanzaban por las comunidades.
Frustrado en la infancia por no lograr el sueño de ser futbolista y decepcionado por el inalcanzable mundo celestial, le dio por hacerse de papel y lápiz para dibujar rostros, después, como los indios chiriguanos, para plasmar palabras a comunicar a quienes se encuentran lejos, piel de Dios, le llamaban los guaraníes, y no se equivocaron, de ahí el prodigioso arte de la escritura.
Al echarse a caminar, Galeano se encontró con otros caminantes, escuchando las aventuras de un lado y otro hasta convertirse en un cazador de historias, abierto a cualquier presa mal parada, cargaba en su morral un sinfín de anécdotas como salidas de las entrañas de la tierra, un mar de fueguitos que no dejó apagar.
¡Márchate, amigo! ¡Abandona todo, y márchate! ¿De qué serviría la flecha si no escapara del arco? En efecto, entender al otro, al diferente, pasa por escaparse del arco del que formamos parte. La metáfora es profunda, como aquella de los pájaros, los únicos libres en este mundo habitado por prisioneros.
¿Somos prisioneros?, ¿de qué cárceles, de las del miedo, la angustia y soledades? ¿Acaso los pájaros pagan por viajar, los detienen en las aduanas, gestionan documentos y revisan su equipaje? Cazador de historias es como decir esto soy, quizá eso trata de decirnos Galeano, ese fue su arte, contar lo que escuchó de otros, compartir las historias de los invisibles y olvidados por historiadores.
Los encuentros acercan a la gente, las enlaza, sirven para reconocer al otro en su diferencia, por eso mucho encuentra quien busca en la calle por donde transitan las miradas que en el mundo son, y los muchos caminos por donde las pisadas andan, respirando los olores de los paisajes, escuchando el vocerío de las casas; los caminos permiten los encuentros, y quien camina encuentra, es decir, aprende.
Los aprendizajes más importantes se adquirieron mediante el acercamiento y encuentro con otras culturas, especialmente con la cosmovisión de los pueblos originarios sobre la naturaleza. De los hijos de la tierra, los primeros en habitar estos suelos surgieron diversidades de lenguas, formas de organización laboral y social mucho más democráticas y justas que la institucionalizada, sin el afán nacionalista de cohesionar lo diferente bajo una sola idea y lógica.
Han sido los pueblos originarios quienes han sobrevivido a todas las calamidades tendientes a dirigir los destinos del mundo, incluso quienes abanderan el Progreso como forma de combatir la pobreza mediante la generación de empleos. Para los civilizadores transformar significa dejar de ser lo que se es, aprender su narrativa, destruir la naturaleza para obtener mercancías para lucrar con ellas.
Galeano nos cuenta cómo llegó al oficio de escritor; el arte de sentir y pensar lo que nos rodea, las palabras sirven para resguardar nuestras pequeñas vivencias, los testimonios de nuestro paso por este mundo, dignas de ser cobijadas por la memoria en la piel de Dios.
Después del encuentro con un pueblo minero de Llallagua, en Bolivia, convivir, intercambiar señales, parloteo, risas y café, viene la despedida, los trabajadores en su afán de quedarse con un trozo de recuerdo de Galeano le pidieron que les contara cómo era el mar. Vaya compromiso, ¿cómo describir el mar?, ¿cómo contarles a quienes nunca lo han visto la inmensidad de agua y belleza contenida en ese espejo del cielo?, ¿qué palabras servirán para atrapar como si fuesen pupilas lo que se abre a la vista?, yo tenía la responsabilidad de llevarles la mar, de encontrar las palabras que fuesen capaces de mojarlos.
Suscribo las palabras de Galeano, no es el afán de grandeza e inmortalidad lo que se persigue con la escritura, si de algo sirve el garabatear sobre papel las ideas, es siendo capaces de mojar con las palabras, liberar a la flecha de su arco, doblar los barrotes de las cáceles para que los prisioneros encuentren su libertad, la que goza el ave en pleno vuelo hacia algún lugar elegido por su intuición de vivir.