Memorias. Aquellos días en los que nos refrescábamos en la primera lateral

Por Diego Angulo

—¡Qué calor!

Mientras decía esto, Diego se limpiaba con su camisa el sudor de la cara. Hacía rato que se la había quitado para mejorar su temperatura, pero de nada había servido.

Estaba solo en shorts, con el resto del cuerpo desnudo, también descalzo.

Esa era la vestimenta para julio: shorts, camisa de resaca (mangasacada, como se dice) y descalzo. Si acaso, unas sandalias marca tropicalias de tres puntas o unos huaraches de baqueta colorados.

Eran duros los días de calor. A partir del día de San Juan, como si fuera una ley de la naturaleza, había comenzado a llover. Poco, pero lo suficiente para crear un ambiente donde tu cuerpo lloraba sudor como zacate en mañanas de invierno. Te empapabas, literal.

Lo peor no era eso, sino la sensación del calor. No era simplemente que estaba caliente, era el calor. “Caliente” es lo que sientes en la piel cuando estás bajo el sol, pero en esos días, aunque estuvieras bajo la sombra de un árbol, el tenue aire y la humedad sofocante penetraban por la sombra. Era una vaporera, como para desplumar una gallina.

—¡Vamos a bañarnos! —expresó el Ganso.

Charly, Ganso, Diego y el Bocho pasaban el día bajo el algodón de doña Fina. Eran dos árboles juntos que daban una sombra impenetrable con sus hojas gruesas y de un verde oscuro casi negro. Ni una luz entraba.

Era una sombra realmente grande. Debajo estaba un Ford Marquis azul descompuesto, hamacas y sillas para descansar, algunos nidos de gallinas y de chanates. El algodón es un árbol muy pajarero. Lamentablemente, en los años 2000 muchos fueron talados en Sinaloa porque alguien dijo que causaban cáncer.

Ahí, debajo o arriba del algodón, se pasaban los días de calor de julio. No había escuela, era verano. El calor te arrastraba como imán a la sombra del árbol y, a un lado del viejo Marquis, se jugaba al trompo, a la canica —sea el hoyito, la rueda o el ahogadito— o simplemente se pasaba el tiempo en pláticas sin rumbo, de esas que solo sirven para hacer llevadero el día, de vez en cuando acompañadas de una Coca en botella de vidrio verde -sabe más buena- y un cortadillo de los rojos.

Charly bajó del árbol al escuchar al Ganso, el Bocho se levantó del suelo sacudiéndose la tierra donde había estado dibujando cualquier cosa para matar el tiempo y Diego dejó la hamaca de prisa, corriendo hacia su casa, solo dijo:

—Voy por los huaraches, está muy caliente la tierra.

Nadie dijo “vamos”, pero tampoco hubo discusión: todos estaban de acuerdo. Así de duro es el calor de verano, te obliga.

Ganso, Charly y el Bocho comenzaron a caminar por la calle rumbo a la salida del rancho; Diego los alcanzó una cuadra después. Nadie hablaba, solo caminaban. Iban a la primera lateral.

Había muchos lugares donde bañarse. Era un ejido agrícola con drenes, canales de riego y las famosas “laterales”. Estas últimas eran las preferidas: canales en su mayoría de concreto, verdaderas albercas.

Este cuarteto de niños podía ir a la posetita de la primera lateral, a los Puentes Cuates, a la posetita de con Canano, a la segunda lateral, a la poseta de con Pedro o, si andaban aventureros, a la poseta de con Feroz. Todo dependía de la distancia, el tiempo y la necesidad. Si había tiempo, las opciones eran con Canano o con Pedro; si querían además comer guayabas, también esas mismas, agregando la de Feroz, donde había guayabas de las rositas, de camino a la parcela de don Pablito; si querían diversión, las mejores eran las posetitas de la primera lateral y la de Canano, donde había resbaladillas; si querían nadar en un lugar profundo, sin duda la poseta de con Pedro.

Pero en esta ocasión, ellos no decidieron: fue el calor el que eligió por ellos. La primera lateral era la más cercana y, además, tenía un gran árbol de guamúchil que daba sombra.

Cuando estaban a treinta metros de la lateral, el calor, como si los programara, los obligó a correr, tirando la poca ropa que llevaban a donde cayera hasta quedar bichis o en truzas, dando un salto a toda velocidad hacia el agua.

Ganso, Charly y Diego se lanzaron de clavado, abriendo el agua con los brazos estirados por delante de la cabeza, mientras el Bocho, de pie, encogía las piernas en el aire, agarrándose los tobillos con las manos antes de caer.

Esos niños no sabían qué era la gloria, pero de seguro la vivieron en ese momento, cuando el calor sofocante y el sudor acumulado durante todo el día se desvanecieron al contacto con el agua fresca. La sensación salada y rasposa de la piel, provocada por la mezcla de tierra y humedad que se adhería como tatuajes amorfos en el cuerpo —sobre todo en forma de collares en el cuello—, desapareció en el instante en que se sumergieron.

El calor pegajoso, el agua fresca y la sombra del guamúchil creaban un mundo que había que vivir. Un mundo al que habían llegado casi sin darse cuenta, inercialmente, después de pasar el día bajo el algodón.

Nadie llevó nada. Ni el permiso de la mamá. Pero pasaron la tarde ahí. Eran tiempos de libertad.

Si les daba hambre, comían roscas de guamúchil. Si tenían sed, solo “soplaban” y “hacían la basurita a un lado con la mano” antes de beber el agua que fluía por la lateral.

Esa vida era un poema. Como dijo el gran Pepe, José Mujica:

“O logras ser feliz con poco, liviano de equipaje, porque la felicidad está adentro, o no logras nada.”

Que hermosos días de calor en la “lateral”.

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